miércoles, 20 de enero de 2010

Las aventuras de Prehistoric

El blog se ha puesto serio (sí aunque no lo crean todo lo anterior ha sido broma), mi casi único lector semanal decidió postear un escrito suyo, supongo que obligado a leerlo todas las semanas pensó que si yo escribía cualquier persona podía hacerlo y se aventó a escribir una pequeña aventura. No digo más, dejo que Don Prehistóric lo cuente:


MONT BLANC Y EL RELOJ DE LA VIDA

Todo comenzó una mañana fría de diciembre 11. Era mi cumpleaños. Me esperaba en la mesa una tarjeta. Dos simios-antropoides alardeaban por una caja empaquetada y con listones “-What is in this box Tom?” Era una tarjeta con austrolopitecinos: el perfecto regalo para un estudiante del cuaternario. Y, como Tom, yo me pregunté: ¿Qué hay ahí? Unas palabras de felicitación y, al final, una incógnita: “vale por ?... Se requiere de ti y de tu tiempo el 19 y 20 de este mes...”. Las perfectas artes de La Chamana me envolvían como un dulce a un niño, pero con palabras misteriosas en una tarjeta jocosa. Tuve que esperar siete largos días.

Mañana fría, 18 de diciembre: la incógnita aún no se develaba. Caminamos a la estación de tren. Por mi mente pasaban ciudades, aventuras. Pero prefería no imaginar lo imposible, ni ilusionar lo vano: el dinero y la situación no nos permitirían llegar a África, ni a un lugar muy lejano, además, el misterio duraría sólo un día.

Al llegar a la cola, me paré junto a la Chamana y ella dijo “Dos boletos a Mont Blanc.”

No lo pude evitar, mi cara advirtió lo que el pequeño poblado significaba en el mapa de Europa. La Chamana con su peculiar encanto me miró y dijo: “¿Qué ya conoces?”.... Sí, claro, fuimos en la clase de geología y le expliqué dónde estaba. -“¡No!” -Je, je, es broma. -“¿Pero entonces?” -No, es que, es súper chiquito, ahí no hay nada. -“No justo lo pensé para ti, para ir a un poblado tranquilo: que no haya fiesta, como de viejito”. De pronto en la confusión de qué estaba pasando, la Chamana, cual detective, me dijo señalando a un mochilero de canas blancas: “a él síguelo”. Corrí y subimos al tren.

Si la densidad de personas expresara la calidad del lugar a donde vas, éste tendría que ser muy malo. Éramos tres, el de adelante, como mi alma, era viejo, pero con mochila al hombro; era al que habíamos seguido. La Chamana me explicó porqué lo seguimos: iba a Mont Blanc; lo había escuchado pedir su boleto cuando estábamos en las ventanillas. Antes de comenzar a andar se subió una familia. Veinte minutos después íbamos viendo el paisaje y la Chamana me envolvía en misterios de lo que haríamos y veríamos y de lo que no pudimos hacer por falta de dinero y de ropa de invierno... De repente, en medio de la nada, el tren se detuvo. A los pocos minutos llegó personal del tren: “alguien se ha cruzado en la vía... Veremos qué pasa”.

...Pasó mucho tiempo, íbamos en el último vagón. El padre de familia comenzó a hablar: “¡Ostia, pero si está vivo!, se ve cómo se mueve”... Más gente llegaba; otros se iban: todos venían de los otros vagones. De pronto el niño comenzó a hablar y el padre le explicaba: “no es que seguro que se aventó al tren y pues el tren le pegó, eso pasa” Escenas gore; platicas detalladas. El padre le explicaba al hijo y el hijo le preguntaba. En el transcurso de la situación, todos comenzaron a cuestionarse en voz alta y a hacer soliloquios: “No pero seguro perderemos el que sigue, es que debe llegar el juez y los mozos y... Sí seguro nos pondrán otro tren...” “Pero es que con este ya son cuatro, ya van dos en Tarragona, uno en Torredambarra y este, todos en una semana... Pues será que a todos los coge mal parados esta época y con las hipotecas hasta... ¡Que me cago en la leche!” Otro, más joven, tomó su móvil y comenzó a andar en dirección al accidente.

Soy honesto, el gossip me inquieto y fui a ver qué se veía, qué sucedía. Estábamos en la puerta el padre, la madre, el hijo y el viejo que iba a Mont Blanc. Era cierto, había una persona a unos cien metros; dos parados lo miraban y uno parecía estar indicando vía telefónica el lugar del accidente.  El fotógrafo del móvil se aproximaba al lugar de los hechos. El atropellado parecía levantar la cabeza.

Habían pasado más de 20 minutos y nosotros teníamos que conectar en La Plana de Picamoixons y de ahí tomar otro tren que nos llevaría a Mont Blanc.

La Chamana, desesperada intentaba  leer. Fui con ella y le platiqué lo que se veía.  Su cara se alargaba y sus ojos se entristecían. Con la premura del tiempo encima, se dice lo que no se tiene que decir y los impulsos guían a la razón: “qué pinche suerte, a ese se le antojó tirarse ahorita, justo cuando no podemos llegar en otro tren y ya no hay camiones... Me da tristeza... Era tu regalo, tu sorpresa...” -

Yo, que por dentro me sentía en una película de Hitchckok, intentaba atraer los pensamientos sabios de los tibetanos, de la clase de yoga y de las viejas lecturas de Cornejo, que mi madre me dejaba leer cuando era adolescente; no sé de donde, pero lo positivo me salió a flote:

No te preocupes, tranquila, hay cosas que no puedes evitar... Tú lo planeaste todo, pero a veces las cosas no salen... Es como ese hombre, qué tal que se intentó tirar y matarse y tuvo la suerte de quedar vivo. Seguro esto lo ayudará y lo verá en algún momento y le servirá para recordar lo miserable que es la vida y entonces lo que viva después lo hará sentir mejor.

Sin duda, mi intento de ser positivo, calmo los ánimos. La Chamana comenzó a reírse de mi soliloquio como guasona en crisis. Y como pasa siempre, yo, con cara de no entender y no comprender, la miraba... Ella entre carcajadas me explicaba lo confuso de mi lógica y me hacía ver que no había, en mi pensamiento, un ápice de optimismo.

Afortunadamente los mozos llegaron y el tren finalmente pudo seguir andando. El interventor nos preguntó hacia donde nos dirigíamos y le contestamos.
Al llegar a Plana, un poblado en medio de la montaña, en donde el viento y el frío saben llegar, nos dijeron que unos taxis vendrían por nosotros.
Nos tocó un taxi para nosotros dos solos; al final el mochilero de canas decidió ir a Lleida. El chofer advirtió: “En Mont Blanc es más frío que aquí”. En el camino la Chamana sacaba hojas y las revisaba, eran reservaciones.

Nos bajamos y comenzamos a caminar. Era un poblado amurallado. El frío arreciaba y no sabíamos a dónde caminábamos.

-II-

Perdidos entre las murallas, sin mapa, con el viento que nos curtía la piel y con las solas notas de la Chamana, intentábamos encontrar la fonda Cal Blasi. La escena seguía esbozando un trágico cumpleaños en un poblado desolado y con viento.

Finalmente y con suerte llegamos a un pequeño lugar de fachada de rocas y ventanales de madera, un tanto rústico, tocamos la puerta y salió un simpático hombre. “Benvinguts....” Nos dijo una frase en catalán. “Lo entendéis, verdad”, preguntó. Replicamos, un tanto atolondrados, que sí. Enseguida nos mostró el hotel: detallaba con sus descripciones cada rincón. De la recamara describió el baño, la cama, la ventana, la terraza, los controles... Todo. No faltó algo sin quedar explicado. Después se dispuso a irse, no sin antes advertir que ese lugar era pensado para descansar, para disfrutar y relajarse: “no admitimos niños sólo por eso... escuchen” Y con un don de maestro nos hizo escuchar el silencio.
Al final levantó las manos y dijo: “¡qué maravilla, que lo disfruten!” y salió.

Calma, silencio, olor a casa.  El Cal Blasi se mueve por dos almas: Carme y Carlos. Ella de primera impresión es fría, da la sensación de estar encerrada en sus pensamientos; Carlos, al contrario, es todo él hacia afuera: habla, ríe, platica, enseña. Hacen una gran mancuerna. La unión de sus fuerzas se expresa a lo largo de nuestra estancia, sin embargo, es en la cena cuando se ven sus máximas expresiones. La comida es natural, hecha a mano. Se hace poco y  para pocos. El tiempo, ese que no se acaba pero que cómo nos falta, aparece en cada bocado que se prueba y en cada plato que se sirve. Ella cocina y él atiende. Aquí un piñón tostado a mano; allá un pimiento asado, pelado y machacado; del otro lado, una mujer que con calma los cocina. 

Es tal el valor que Carme le da a su comida que cuentan por ahí que una ocasión llegó un turista perdido y hambriento y le dijo: “Me puede cocinar lo que sea, cualquier cosa. Con tal de que quite el hambre” Ella, cual si hubiese escuchado una blasfemia, casi lo manda a la hoguera: “¡Cómo se atreve a decirme que le haga cualquier cosa, yo no me levanto a gastar mi día en cualquier cosa!...”  La historia no la sé completa, pero estoy seguro de dos cosas: o Carme, enfurecida, le mostró el camino a un fast food o el hombre se dio cuenta y  terminó aclamando un alimento que fuera propio del esfuerzo, de ese, que hace que valga la pena el día. La historia la supe después de cometer el mismo error que ese hombre, por eso, interpreto el posible final que tuvo su destino.

Mi error fue llegar de la fábrica de vinos con prisas y con la premura de que quedaban escasas dos horas para tomar el tren que nos llevaría de regreso a Tarragona. “Carme -dije- nos podría preparar dos bikinis -sándwich de jamón-, algo sencillo, sé que usted lo hará saber diferente, es para llevarlos a la sala y comer allí, tal vez, con dos cervezas” Al inicio se negó y me dijo, “Bikinis yo no hago, no tengo tiempo de hacer el pan”, de hecho me miro con cara de “mira este limosnero y con garrote, cómo que en la sala y algo rápido”. Yo lo acepté su mirada, expresión y argumentos fueron irrebatibles.

Ella me dijo que me mostraría dónde comprar una Bratwurst, comida común en Catalunya. Después de escuchar la negación, yo, con espíritu un tanto antropológico y un tanto de pirata de la cocina, comencé a preguntar sobre la manera en que cocinaba y le pedí que me dejara tomar unas fotos. Después de una exquisita plática en la que, al contrario de los procesos industriales y controlados de la fábrica de vinos, me enseñó cómo la calma y el sabor son hermanos de la pasión y el tiempo. Al final me dijo: “Bikinis no hago, pero si quiere le llevaré un quiché con hongos y las dos cervezas, sólo que lo llamo y usted baja por ellas”. Ya no quiero presumir más, sólo concluyo: el trato humano, la calma de la sala, la lectura, la cerveza y ese sabor del quiché y del pan dulce hecho a mano son inolvidables. 

Pensar en el Cal Blasi es pensar en lo opuesto de la modernidad, es conocer el contraste entre dos lógicas: la de la cantidad y la de la calidad. El mundo moderno impone la primera. Conforme esa fuerza que llamamos modernidad se expande, la segunda forma parece ir quedando en el olvido. Los hoteles regularmente son jaulas bellas en las que se esconde lo impersonal, lo hecho en serie.

Las emociones, las vivencias y los sabores, dicta ese nuevo ritmo de la vida, deben de ser similares para todos. En el Cal Blasi, la lógica es la inversa. Lo único, lo diferente, lo tradicional y el trato diferenciado son las envolturas de su espíritu.

Mi regalo de cumpleaños fue una experiencia de ambivalente reflexión, fue pensar qué sucede cuando el tiempo se detiene porque la vida está en él y qué cuando el tiempo se detiene porque la vida se acaba.



2 comentarios:

Amarantrix dijo...

Que bonito

AJSALA dijo...

me conmovió mucho, verlos, imaginarlos.... creo que los extraño. En serio