lunes, 3 de enero de 2011

7 de diciembre

Era un hombre difícil de conocer después de los años 70 y al parecer fácil si tuviste la suerte de hacerlo antes. Mi teoría sobre el cambio de personalidad fue que dejó de trabajar a los 50 años, pero mi mamá con tono culpable dice que el problema fue cuando todos sus hijos migraron y le quitaron a sus nietos. Lo cierto es que disfrutaba el ser abuelo, se iba todos los días al parque con el nieto que estuviera alrededor, lo paseba hasta que se quedara dormido y él, felizmente, se regresaba a la casa. Tal vez lo que le gustaba en realidad era el estar con alguien con quien no tuviera que hablar de cosas "importantes".
Fue un padre duro, de esos de principios de siglo y un abuelo más bien callado y sometido a un matriarcado tardío resultado de una venganza por haber sido tan guapo de joven. O eso explicaba mi abuela.
Recuerdo sus cigarros interminables uno en su boca y otro en el cenicero, recuerdo su adicción a los chocolates y al alcohol de las reuniones de los jueves con sus amigos. Recuerdo su mirada ausente, su risa cortada y profunda que funcionaba como medio de comunicación. Lo recuerdo triste por perder amigos en el camino y decir, a pesar del enojo de mi abuela: "Son más importantes que mis hermanos". Lo recuerdo en la sala escuchando el programa: El Fonógrafo, también cuando me dejaba descubrir los premios en los "Ráscale" que compraba casi todos los días. Lo recuerdo enojado cuando le dábamos regalos por las navidades y lo recuerdo bien, fuerte. Me sorprendía que a los 88 años pudiera irse en metro hasta la estación Hidalgo, tomar un camión y caminar hasta donde alguna vez estuvo su casa para sentarse en una silla y 'trabajar'. Trabajar era sentarse y fumar un cigarro mientras intentaba cobrar la renta de los inquilinos de la vecindad que alguna vez fue su casa. "Hoy me pagaron todos" decía contento con 300 pesos en la cartera mientras mi abuela se enojaba por ser tan 'dejado'. Él explicaba que no podía correrlos, ni pedirles más porque eran familias pobres que apenas les alcanzaba para vivir. Todos los días llegaba a la vecindad y la gente lo saludaba con mucho cariño y nadie lo entendía.
"Nos va a dar una sorpresa" decía mi mamá cuando todos hablábamos de lo bien que estaba mi abuelo, ella no lo creía, intuía lo que iba a pasar. Y así fue, nos dió una sorpresa el 7 de diciembre, día en que mi hermana cumplía sus treinta años. Coincidencia.